4 de julio de 2010

Pequeñas filosofías de estío

Parte de la buena vida de todas las personas son los viajes. Cortos o largos, solos o acompañados, nacionales o al extranjero, salir del paisaje cotidiano para sumergirse en otras voces, luces y horizontes que nos sacuden aunque sólo sea un poquito; estas escapadas nos recuerdan que hay otros estilos de vida diferentes a los nuestros y que tal vez, las nuestras no sean las mejores, las más inteligentes ni las más sabias maneras de vivir.

He tenido la oportunidad, en las últimas semanas, de hacer un par de viajes cortos. El primero fue a la playa, y durante la vuelta, me preguntaba cómo sería mi existencia si en vez de vivir en una gran ciudad donde la vida bulle aunque tú te escondas de ella y donde todo corre y te pasa por encima, viviera al borde del mar, donde todo parece más plácido, las prisas menos, y las cosas adquieren una importancia muy relativa. En el Mediterráneo te invade un dulce sopor. Una nube blanca se te pone en la cabeza y te hace correr el riesgo de olvidarlo todo como Ulises bajo los hechizos de Circe. Todo es más puro, más natural, simple. En el Mediterráneo, entre naranjos y palmeras, todo se vuelve epidérmico y sensual.

La segunda ruptura fue para marcharme a Tenerife, isla que no conocía y que despliega una exuberancia que difícilmente podría dejar indiferente a nadie. De una estancia en la isla, una podría evocar muchas cosas. Reparar en la amabilidad y parsimonia de sus habitantes, que siempre encuentran el momento de pegar la hebra contigo, con una generosidad loable. Rememorar las deliciosas papas y la variedad de mojos, y las grandes posibilidades de echarse, directamente, cuatro kilos de puro trasero. Recrearse en la embriaguez que produce un mar oscuro y profundo en lucha permanente con las afiladas costas de negro perfil. Pensar en las casas coloreadas de La Laguna y en las pequeñas plazas de Icod de los Vinos, que recuerdan a las vistas en otros lugares lejanos. Esas calitas negras como de carbón, que parece que te van a tiznar los pies...

Sin embargo, hay algo que hace de Tenerife una cosa rara y hermosa. Y esa esa brutal variación de paisajes  naturales y de climas diversos en tan poco espacio, en tan breve tiempo. El pasar del desierto a la más frondosa vegetación sin solución de continuidad. Y la coexistencia armónica y casi imposible de maravillas como los Acantilados de los Gigantes, Anaga y sus bosques encantados de laurisilva, y la ruta de Masca, en el Parque Natural del Teno, un caserío de cuatro viviendas entre montañas, casi como un Machu Pichu en miniatura. 

Y todo ello presidido siempre por el abrumador perfil del Teide, que según le da la luz, es omnipresencia tenebrosa o mayestática. Imposible de ignorar, desprendiendo un mágica misterio, reina y templa a partes iguales la vida de la isla, como determinando su destino. Como un Olimpo regido por algún Zeus desdeñoso, aparece y desaparece a voluntad entre una capa de espesas nubes. El Teide es tan irreal que a ratos parece pintado. Y el cielo a su alrededor es de un azul puro y transparente, sin duda puesto de acuerdo con la montaña para realzar todas su gracias.

No me atrevo a describir mis sensaciones en el Parque Nacional de las Cañadas. Es más propio de otro planeta.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Yo también me perdí alguna vez por esa isla acompañado por familiares medio guanches, apreciaste bien la variedad apabullante de paisajes que me trae buenos recuerdos, al que yo añadiría una cala cerca de Taganana realmente impresionante.