De niña me encantaban los juegos de construcciones, el Lego, el Tente, los juegos de piezas.
Y los puzzles.Abrir la caja, sacar la bolsa y desparramar su contenido sobre una mesa, con decenas de pequeñas piezas todas parecidas, ninguna igual, que había que ir colocando en su sitio con paciencia, dedicación, casi con cariño.
Todas eran igual de importantes, ninguna era más grande o distinta a las demás. Su valor era el de contribuir, una vez colocadas, a crear una visión global, de conjunto, que recompensaba las horas invertidas.
El intríngulis de los puzzles, los rompecabezas, la clave de su interés, consistía en averiguar cuál era el lugar exacto, perfecto, específico, de cada una de esas pequeñas teselas que, como en un mosaico, componían una realidad superior y más compleja. Delimitabas los márgenes y por colores, ibas probando hasta colocar una más. Cada vez más deprisa, ibas desvelando y atisbando, poco a poco, la imagen escondida.
Qué satisfacción producía terminarlo, como el montañero que, sin resuello, culmina su larga ascensión y con sus dos pies en el pico más alto, puede al fin respirar y mirar a su alrededor. Pero producía incluso más regocijo devolver esa perfecta creación a su estado informe original, al revoltijo desordenado que permitía volver a empezar, que generaba una nueva posibilidad de diversión.
Ahora estoy enredada en un puzzle descomunal, que parece no tener límites y cuyas piezas un día encajan y al día siguiente no. Se descoloca continuamente, como si alguien le hubiera pegado un golpe a la mesa y todo hubiera salido volando. A veces me parece que estoy a punto de terminarlo y otras creo que nunca lo acabaré.
Por suerte o por desgracia, la vida es así.
1 comentario:
cuanto razón tienes¡¡¡¡¡ myriam
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