Este piso en el que vivio, que no es mío y nunca lo será, nido provisional que tengo que acomodar sin saber cuánto tiempo estaré en él, es el último de la comunidad.
Un piso alto, casi un palomar. Tanto que a veces siento un pequeño pánico cuando me asomo a alguna de las dos ventanas del salón. aunque quizás el de salón es un nombre demasiado pretencioso para esta estancia.
Pero a ratos siento repentinos ahogos que me hacen asomarme de forma casi suicida por esos ojos a la vida exterior, buscando el aire.
Desde mi ventana, creo haberlo mencionado anteriormente, veo la azotea del edificio de enfrente, ligeramente por encima de mi campo de visión, donde unos subsaharianos tienden y recogen calladamente su ropa. A veces en la noche casi no puedo distinguirlos.
Como en El diablo cojuelo, desde aquí observo el pastelón de carne que se ofrece impúdicamente, sin preámbulo alguno, a quien quiera contemplarlo.
En el segundo, unos sudamericanos, no sé si de Ecuador o de Perú, deambulan en la cajita de su casa con las luces encendidas. La mayoría de los inmigrantes no gastan cortinas, casi ni persianas. En la misma calle, un poco más allá, hay una finca nueva con ventanas y balcones de pvc oscuro, donde simuláneamente, un matrimonio cena frente a su televisor y otro señor, en el piso de encima, prepara algo de comer bajo el fluorescente de la cocina. Al fondo, el doner kebab reúne a cuatro hombres en chanclas y bermudas alrededor de una de sus mesas de sillas bajas, a jugar a algún juego. En la acera de enfrente, los parroquianos de costumbre apuran sus cervezas apoyados en los bolardos, mientras charlan ruidosamente en la puerta del local. Sin querer me siento como Jimmy Stewart en La ventana indiscreta, aunque sin escayola ni teleobjetivo.
De estos vecinos que se exhiben descuidadamente, que viven ajenos a lo demás, que ignoran deliberadamente o no mis miradas casuales y furtivas, hay una persona que me interesa más que los demás. Es la eterna señora del cuarto, una viejecita que aventuro apenas puede moverse y que vive a través de los demás, apostada siempre en su ventana, de tarde en tarde arrellanada en un orejero ante la televisión. Me recuerda a mi tía. A veces me mira y un extraño sentimiento de comprensión cruza la calle, como un silente grito entre las dos.
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