13 de febrero de 2010

Bares


Nunca me han gustado los bares. Quizás porque oigo la palabra "bar" y pienso en el típico local infecto de barrio con la barra de zinc, apestando a grasa de fritura y a humo, con la tele a todo meter, con el suelo como la orilla de las playas, lleno de conchas y cabezas de crustáceos, y con un montón de hombres sesentones bebiendo solos o despotricando entre ellos (y para los demás) sobre el Villarato. También se me viene a la cabeza otra imagen de locales setenteros, que todavía quedan, con la pared acolchada y una barra de formica, en la cual unos expositores de cristales sucios te reciben a las 7 de la mañana con salchichas de carnicería  metidas en bandejas de aluminio y una ensaladilla del día anterior con aspecto de argamasa. Y siempre esos grises camareros de mediana edad, algo abotargadaos y antipáticos por naturaleza, con aspecto de haberse tostado la personalidad durante treinta años en la plancha del fondo...

Hasta hace no demasiado los bares eran territorio masculino, acaparados por la más antigua exhibición de testosterona. Casi daba miedo entrar, te miraban raro, como a un bicho extraviado en el mejor de los casos - a menos que fueras convenientemente pertrechada por uno de ellos, claro - y como una buscona, en el peor de ellos.

Ahora esos bares cutres tienden a la extinción y las mujeres, con nuestra aún reciente autonomía, entramos solas en los bares sin mayores remordimientos ni descrédito para nuestra reputación. Quizás no a mojar repetidamente las penas en alcohol, que alguna habrá, ni a pegar la hebra con nadie, que esas existen y yo las he visto, pero hemos conquistado por derecho propio nuestro espacio en ellos. No es infrecuente ver chicas solas o en grupo, a menudo jóvenes, leyendo el periódico, tomándose un café, merendando, haciendo  tiempo, mirando al tendido o simplemente,  pasando el rato. 
Lo sé, porque yo soy una de ellas. 

Cuando estoy en un bar (brevemente, no penséis que me paso las horas muertas) me encanta observar  (¡y escuchar!) a la gente. En los bares me vuelvo invisible...bueno, o casi. La mayoría de la gente está a lo suyo. Unos mojan la porra en el café con avidez. O se miran las uñas y se arrancan los padrastros. Si hay televisión, hacen como que miran las noticias. Y si hay periódico, hacen como que lo leen (si se trata de prensa deportiva entonces realmente lo leen).

Los más agarran el móvil y no dejan de  navegar arriba y abajo y a darse aires de importancia. Los que van acompañados intercambian banalidades. Siempre hay parroquianos, como los del bar en el que de tanto en tanto desayuno, que van de dos en dos, como el dúo sacapuntas, y así se refuerzan el uno al otro. Que llaman al camarero por su nombre, cuentan los planes familiares o narran el fin de semana en estéreo. Ponen al corriente a la barra en pleno de los progresos de su hijo de dos años. Y se quejan de las demandas de su mujer. Y por supuesto, comentan el último partido de fútbol, hablan de los impuestos, del trabajo, del coche, de Fernando Alonso, de las ganas que tienen de cogerse un puente y de lo buena que está la administrativa nueva de 24 años.  

Sociología pura.

 


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