21 de febrero de 2010

Elogio de la sutileza

A veces el mundo me parece un lugar áspero y vulgar. Todo el mundo lleva mucha prisa, te atropellan en las escaleras del metro, te pasan por encima para coger un asiento en plena hora punta, o se cuelan en la cola del autobús. Y yo siempre me pregunto qué fuego van a apagar con tanta premura, como si la vida se les escapara con el vagón de tren. La gente ríe estentóreamente, exhibe sus intimidades sin pudor, se manifiesta sin recato alguno en el ámbito público como si de su casa se tratase; se come por la calle, se bebe en los parques, se hace gala de ignorancia e incluso se vanagloria del desconocimiento.  
¿En qué momento se llegó a esta situación?
Somos una sociedad malcriada, de niños tiránicos con muy malos modales, que lo quiere todo ahora y ya. La satisfacción inmediata de la necesidad se proclama a gritos y sin ambajes y se responsabiliza a los demás de lo que no se tiene, de lo que no se logra, de las propias frustraciones y de unos derechos adquiridos no se sabe muy bien dónde ni en qué momento, exigiendo soluciones. 

Cuando todo es vulgar, estridente y chillón, no queda espacio para lo que no se dice. No hay lugar para lo que sólo se sugiere. Se desvanece la belleza de lo oculto y únicamente intuido, con su gracia de promesa no realizada. No es frecuente encontrarse a personas que, más allá de la obscenidad dominante en las televisiones, en los medios, en las calles, sepan expresarse en silencio, con brevedad y sencillez. A veces simplemente con un gesto, con una mirada o un ademán, en algo que hoy se convierte en una muestra de estilización comunicativa. 

No sé si es posible llevar este discurso a la literatura pero dos libros que acabo de leer me han conducido a esta reflexión. 

De sorpresa en sorpresa voy con la novela japonesa, que si primero arrojó en mis orillas al extraño Murakami, me va trayendo con cuentagotas pequeñas vías de escape que me alimentan y me cobijan a partes iguales. La fórmula preferida del profesor, de Yoko Ogawa, cuenta la historia de una modesta señora de la limpieza que acaba trabando amistad con una suerte de genio de las matemáticas cuyo cerebro está trastornado por la enfermedad.
Dos personajes solitarios unidos por las circunstancias que aprenden a respetarse y a quererse más allá de sus propias limitaciones. En El cielo es azul, la tierra es blanca, y que en japonés se titula El maletín del profesor (cuando leáis la novela sabréis porqué hago este inciso) la treintañera Tsukiko se reencuentra con su viejo profesor del colegio en una taberna y comienzan una relación articulada alrededor del sake, la comida y la soledad, más allá de convenciones y lugares comunes. 

Ignoro si es culpa de las traducciones. O del imaginario colectivo japonés, con esa tendencia a la simplificación y al gusto refinado por la estética. No sé si es culpa de su incapacidad para decirse las cosas directamente. O que han aprendido a hacer de la elipsis una forma preciosista de comunicar sin  tener que decir. Pero encuentro en estas obras un silencio y una calma  reconfortantes.Y una sensibilidad latente que resuena por si sola sin necesidad de altavoces.

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