10 de abril de 2011

Nobleza de lo inánime

Érase una vez un artesano que desde temprana edad se afanaba en reproducir con sus pinceles las cosas que tenía a su alrededor, esos objetos de la cocina, del comedor, que conocía tan bien. Pintaba las vasijas, los vasos, las botellas. 
Pintaba las liebres, las escopetas de caza, y las petacas de pólvora. 
Pintaba cebollas, cántaros, algún cuchillo, naranjas y vasos de agua. Y hasta pescados y ostras dispuestas en una mesa, a la espera de ser cocinados, y que los gatos de la casa husmeaban con avaricia. 
Este pintor humilde y de lo humilde, este artesano, no podía vivir de sus bodegones reposados y decidió empezar a pintar figuras, pesonas, retratos. Y en las pinturas de género, con niños jugando o aprendiendo, en sus cuadros domésticos, en las íntimas escenas familiares, el artesano logró cuadros sutiles, hermosos, quietos y silentes como bodegones humanos, de una belleza particular y suave. 

Ennoblecido y a salvo de preocupaciones monetarias, el pintor volvió a los pequeños objetos inertes con una luz más dorada y hermosa que nunca. Una pincelada suelta y deleída, con la sabiduría acumulada de los años, del artesano que al fin se había convertido en artista.
El artista, que decía no pintar con los colores sino con el sentimiento, era el francés Jean Siméon Chardin, en el Museo del Prado hasta el 29 de mayo.

http://www.museodelprado.es/exposiciones/info/en-el-museo/chardin/presentacion-multimedia/ 

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