Vemos muchos casos similares a lo largo de los siglos. Y pienso en artistas, escritores, científicos y también en deportistas. De todos ellos tenemos numerosos ejemplos, de talentos pulidos que nunca tuvieron brillo. O que lo tuvieron pero la Historia, caprichosa, les privó de su favor.
Juan Bautista Maíno fue un pintor más que notable en una época, para su desgracia, de genios. Apreciado en su momento, sucumbió al opaco velo que el paso del tiempo arroja sobre todos y sobre todo.
Nacido en Pastrana, vivió en Madrid la mayor parte de su vida, y pasó largas temporadas en Italia donde adquirió los rasgos propios de su pintura: el uso de unos colores vivos, deslumbrantes; el gusto por el claroscuro de Caravaggio; la idealización de las figuras femeninas; la propensión al detalle minucioso y realista en la representación de los objetos. Todo ello complementado por una aproximación al paisaje que nos recuerda a los pintores flamencos y una forma de enfrentarse al retrato que se balancea delicadamente entre lo español y lo holandés. Estas circunstancias hacen de Maíno un pintor difícil de catalogar (de hecho, durante mucho tiempo se creyó que era natural de Italia), pero cuyas obras son un verdadero gozo para los sentidos.
Supongo que este era el objetivo de la espectacular exposición antológica que podemos ver en El Prado hasta el 16 de enero.
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