22 de agosto de 2010

De lo efímero y de lo nuevo.

Hace unos días, por la tarde, descansaba en el salón de mi casa. No sé exactamente en qué estaba perdiendo el tiempo. Pero me vi atraída por unos destellos rosados que acariciaban suavemente los visillos de mis ventanas. Al abrir el cristal, y acodada en el alféizar, me encontré uno de esos momentos, uno de esos cielos, en que el ocaso pintaba a ramalazos un manojo de nubes, que como jirones se desgarraban para mi exclusiva contemplación. El espectáculo duró, Sabina dixit, lo que duran dos peces de hielo en un whisky on the rocks. Al segundo se había desvanecido. 

Pensaba después que las mejores cosas de la vida son las breves, esas cosas que duran tan poco.El desgarro repentino de las nubes o un perfecto chaparrón de verano, depurativo y fragante. El sonido que hace una botella al descorchar, el primer sorbo de vino de una copa, y también el último. Un abrazo inesperado y sentido. O un beso de amor sincero. 
Un coulant de chocolate en el momento en que hundes el tenedor en el tibio bizcocho y se derrama el chocolate caliente contenido, cual ampolla, en su interior. Y ese momento crítico en que hundes un trozo de pan en la yema de un huevo, que casi puedes oir cómo se quiebra, y lo desbaratas sin remedio.
El primer trago de una coca cola recién abierta, picante en el paladar, de frescor burbujeante, bullendo  helada en la boca.

Podemos caer en la tentación de pensar que esos gestos sencillos, esas experiencias banales, que al final son lo que le dan grandeza a la vida, son susceptibles de repetirse. Pero en realidad no. Como no lo es el agua de un río que discurre bajo un puente. El río es el mismo pero el agua...

Al encanto de lo volátil, de lo que se esfuma y no vuelve, se une el atractivo inaguantable de lo nuevo, de lo virgen e intacto, que multiplica la belleza del momento hasta extremos casi dolorosos.
Como cuando estrenamos un cuaderno, convencidos de que escribiremos en él nuestra primera novela.
O cuando vamos a una primera cita con ese chico que nos gusta tanto, con quien fantaseamos con vivir un gran amor.
O tal vez, momentos como aquél en el que sacamos del concesionario nuestro coche nuevo, con la carrocería perfecta y casi invulnerable, avizorando viajes de placer, territorios nuevos por explorar.
O el sencillo instante en que decidimos cocinar nuestra primera tortilla de patatas, pensando que saldría tan buena como la que hace nuestra madre. 

Puede que al final, el resultado no fuera perfecto. Puede que emborronáramos inútilmente el cuaderno, que el chico fuera un fiasco, que nos diéramos un golpe muy serio con el coche, y que la tortilla saliera patatona. Pero eso no importa. 
Sólo cuenta la intensa e indeleble emoción de aquel primer instante.

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