13 de junio de 2010

Prodigios

A menudo la vida parece transcurrir en un continuo plano, moroso, anodino. Los días son unos iguales a otros. Hay una calma chicha que espanta y se diría que mirando a lo lejos, podrías ver el horizonte sin una nube, sin una sola interferencia o una amenaza de borrasca para romper un poco con la monotonía. Es una falsa sensación de quietud porque todo se mueve aunque no lo notemos. De repente un día vamos por la calle y ¡zas!. Nos asalta un destello, como las luces mal regladas de un vehículo que nos dieran de lleno en los ojos. 

Agazapadas, detrás de las esquinas, hay cosas  raras e inexplicables, verdaderos prodigios esperando el momento justo para ocurrir. Y el mundo es un lugar lleno de esquinas. 
Ayer tuve ocasión de asistir a uno de esos prodigios.
En este caso se trataba de uno de aquellos momentos singulares en que la nariz te dice que puede a ocurrir algo especial.

En el Auditorio Nacional de Madrid se conmemoraba el vigésimo quinto aniversario de la entrada de España y Portugal en las Comunidades Europeas, con un concierto a cargo de la Orquesta Nacional y algunas de las más preciosas piezas de nuestra música (la Alborada del Gracioso y el Bolero de Ravel, y el Sombrero de tres picos, de Falla). Además el concierto incorporaba algunas canciones españolas a cargo del cantaor Miguel Poveda y unos fados en la voz de la  célebre cantante luso-mozambiqueña, Mariza.

Era una ocasión especial para mí. Había escuchado los fados de Mariza y la había visto en vídeos, en televisión, y siempre me pareció una cantante honda y talentosa con un aspecto vanguardista, alejado de cualquier cliché y una voz que me llegaba. Sin embargo, yo me quedaba muy corta: Mariza es un portento.

Como una garza extraña de plumas de color platino y largo cuello, pisó el escenario y tomó posesión de él, envuelta en un vestido negro con transparencias que le hacían parecer una especie de maravillosa princesa de las tinieblas. Miguel Poveda, un cantaor con arte y profundidad, había estado frío en la interpretación del bolero Vete de mí. Mariza entonces cogió el micrófono con una sobriedad y un recogimiento muy grandes y sacó una voz imposible arrancada de toda su anatomía. ¿De dónde sacaba esa voz?. Se hizo un silencio espeso y expectante. El prodigio ocurrió cuando ella sola, ocupando el escenario  como nunca vi a nadie, subió la temperatura de la sala varios grados a fuerza de carisma, entrega, y una forma exquisita de cantar con desgarro, abriéndose en un palpitar difícilmente explicable.

Y el teatro se vino abajo.
Galvanizó a toda la audiencia, galvanizó a la orquesta y al propio Poveda que hizo de A ciegas una verdadera hermosura. Y remataron la jugada con un Meu fado sentido y entendido de dos artistas que se admiran, se respetan e hicieron juntos, de la noche, un pequeño milagro.




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