17 de enero de 2010

Tiempos muertos

A veces los domingos, o para ser sincera, muchos domingos, me gusta remolonear un poco en la cama. Tapada hasta la cabeza por sucesivas capas de mantas, como sumergida en un gran milhojas de lana, raso y algodón, lentamente me desperezo un poco, me giro a la derecha y abro despacio un ojo para mirar el reloj y recordar con regocijo que hoy no me debo al mundo, sino sólo a mí misma, y que no importa la posición de las manillas, si hay luz o no, si llueve, hace sol o el planeta se derrumba. Estoy en ese cómodo lecho sin nada mejor que hacer que decidir si me subo al tren o no.

Los domingos recupero mis ritmos naturales, lo cual se me antoja la mejor recompensa de la semana.
Con pereza o sin ella, mi único reclamo son mis urgencias físicas. Despertarme cuando ya no tengo sueño. Desayunar fuerte, cuando el hambre aprieta. Darme una larga ducha de agua caliente y debajo de ese grifo  volver a la consciencia atenta sólo a lo más primario, con el pulso lento de mi corazón bombeando sangre espesa como un tambor ceremonial. Tumbarme en el sofá a mirar al techo. Pasear despacio por la casa, arrastrando los pies, morosamente, sin prisa alguna.
Las tareas domésticas adquieren un perfil algodonoso lejos de lo obligado. Hacer la colada puede ser un momento de suspendido relax cuando, en días neblinoso como el de hoy, subo a la azotea y miro alrededor cúpulas y torres azuladas con ojos acuosos.

Cocinar en fin de semana, más que preparar alimentos se vuelve un instante de alquimia. El desayuno dominical es un rito meticuloso, una ofrenda que como humilde servidora de mi cuerpo yo me hago, y el café huele mejor que nunca, y el pan nunca estuvo tan crujiente.
Me gusta oir la radio mientras desayuno y distraerme en mis ensoñaciones mientras las voces de los contertulios pierden nitidez e incluso sentido.

Me gusta leer el periódico a la hora del aperitivo, con la música de bossa nova sonando en el reproductor de cedés. Bajo a comprar el diario y en el breve paseo, que no logra sacarme de la alienación, me cruzo con entrañables parejas de ancianos que van de la mano; con familias de inmigrantes con tres o cuatro churumbeles; con jubilados del barrio de toda la vida que se paran a pegar la hebra; con gente normal que sale a comprar el pan. El periódico liso como una sábana, crujiente como la corteza de una barra de pan, se deja dócilmente a mis dedos, se abre entre retazos de desgracias e historias humanas que parecen cuentos para niños.
Me gusta comer con vino tinto, sentada en el suelo de madera y con los pies descalzos, y un poquito embriagada, sestear sin propósito en el sofá según el día transcurre y se oscurece, según se desliza por la pendiente, sin remedio, hacia un seco y áspero lunes de ritmos ajenos. 

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