4 de enero de 2010

Historia de un hombre eternamente cabreado

Siempre he pensado que en la vida, hay cosas que marcan nuestro futuro de forma indeleble, sin que podamos hacer nada al respecto. Y no me refiero a la educación al entorno o a los medios de que dispongamos, sino a cosas tan absurdas  y aparentemente baladíes como la estatura, la voz, el nombre o la expresión de nuestro rostro. Tal impacto tienen determinados rasgos individuales de la constitución o de la naturaleza que a menudo forjan nuestra personalidad, nuestra forma de ver las cosas o de relacionarnos. No se ven igual las cosas desde un 1'50 que desde un 1'85. Ni, por suerte o por desgracia, se dirigen a nosotros de la misma manera cuando somos malencarados que cuando nuestra faz transmite carácter, fortaleza, nobleza. En ese sentido, casi casi me atrevo a afirmar que el azar determina nuestro destino y el devenir de nuestra existencia.

Llevando esta teoría al paroxismo, llegamos al encasillamiento que sufren buena parte de los actores, condenados a repetir un determinado rol película tras película, obra tras obra, en función de ciertos rasgos físicos explícitos o aparentes. Y aquí es donde aparece ese hombre eternamente cabreado. Arisco, hosco, a punto de bufarte, con un carácter de mil demonios en varias de las películas que yo le he visto. Lo mío con él fue amor a primera vista, flechazo del cual nunca pude recuperarme, allá por el año 1992 cuando proyectaban en los Alphaville Un lugar en el mundo, de Adolfo Aristarain. Pocas veces he sentido una impresión semejante al ver a un actor en la pantalla grande. Esa forma de llenar el plano y de comerse sin hacer ruido a los demás, por su pura presencia, seca y sin concesiones. Me parecía un titán.

Y esa impresión no ha hecho sino reforzarse con los años, de forma que a Federico Luppi  yo le digo el mejor actor en lengua española, y que me perdonen tantos actores memorables que aún se ven por nuestras salas de proyecciones. El rostro marcado por el tiempo, con esas cejas impertinentes y un ceño que nunca se alisa, de tanto fruncirlo. Cabellos plateados dignificando su cabeza. Unos ojos incisivos y únicamente un poco de blandura en la redondez de la barbilla. Y tanto físico ineludible ratificado por una voz de las que no necesitan gritar para hacerse entender, con un suave acento argentino.

Es como un viejo inaccesible, un marinero varado en tierra; un poeta que una vez dio un puñetazo encima de la mesa; un filósofo mendigo como los de Velázquez; eterno defensor de causas perdidas; el capitán del barco que, antes que saltar, prefiere hundirse; el creyente que un buen día vio cómo se derrumbaban todas las ideologías. Ese es Federico Luppi y muchos más, alguien que inspira un respeto reverencial cuando le ves y que te deja muda (como me pasó a mí). Un actor que te zarandea, te acorrala, te emociona y al final, te gana, sin aspavientos.    



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