13 de diciembre de 2009

Un día en El Bulli

El domingo por la tarde me hice un pastel de verduras buenísimo.

En realidad yo no sabría que estaría buenísimo hasta el lunes, cuando destapé la tartera en el trabajo y lo calenté para comérmelo. Lo hice un poco por intuición, aprovechando una cantidad ingente de coliflor hervida que languidecía en la nevera, un poco de puerro que se chamuscó al hacerlo en la vaporera, un par de huevos, y un poco de una verdura nueva híbrido del brécol, con tallos largos, que se hace muy bien y tiene un gran sabor. Y de remate, unas buenas cucharadas de tomate casero que acababa de hacer, humeante y bien espeso, para darle un poco de jugo y de color. Total, que lo mezclé todo, y cual intrépida cocinera lo metí en un molde de silicona, lo espolvoreé con pan rallado y al horno media hora. Perfecto. Había ligado muy bien, olía fenomenal, y tenía una pinta increíble. Sólo faltaba probarlo y el resultado en boca fue muy bueno. Jugoso. Sabroso. Riquísimo. 

Las cosas que tiene la vida. Me marché de casa hace unos meses y he descubierto lo mucho que me gusta cocinar. Cómo me divierte, lo bien que me lo paso probando, repitiendo platos para corregir los errores anteriores y logrando mejorarlos, perfeccionarlos. Improvisar con lo que tengo en la nevera o ir a hacer la compra habiendo pensado en aquello que quiero cocinar. El resultado es que paso mucho tiempo cocinando. Lo único que me da pereza, ay, es fregar los cacharros...

En definitiva, que disfruté como una niña un viernes hace un par de semanas cuando, en prime time y por la primera cadena, Televisión Española decidió regalarnos en el marco de Versión Española (si, el programa de la odiosa Cayetana Guillén Cuervo) con el documental Un día en El Bulli. Un documental de este año filmado por Albert Adriá, hermano del ínclito Ferrán.

Me encantaría colgar en este post el vídeo del documental completo para que quien no lo hubiera visto, tuviera la oportunidad de hacerlo. Pero por desgracia eso no es posible. Sin embargo el hermanísimo ha demostrado tener un gran talento cinematográfico, rodando un documental que se pasa en un suspiro, con una gran selección musical que ribetea eficazmente las imágenes, y con un ritmo constante y que nunca decae en interés. La construcción de la narración está hecha de tal manera que por momentos, más que documental, parece ficción. Pero no hay nada de ficticio en ese mecanismo de relojería que es el restaurante considerado, por la crítica especializada y por tercer año consecutivo, como el mejor del planeta.

Memorable es el momento en que llegan los mejores productos de todos los rincones de España y se reparten y distribuyen en perfecto orden y concierto. Y el ejército de jóvenes cocineros entrando a ritmo musical con fuentes y perolas de hierro en la cocina. Memorable también el plano en que todos esos y esas jóvenes están en los vestuarios vistiéndose, abotonándose sus blancas e impolutas chaquetas distintivas, como si fueran José Tomás calzándose su traje de luces o Peter Parker enfundándose sus mallas azules y rojas. Y memorable cómo esa maquinaria perfecta empieza a mover sus pistones y a coger velocidad de crucero según van llegando los clientes al comedor. Un menú con treinta o cuarenta platillos no puede retrasar su ritmo ni un minuto porque eso retrasaría el devenir de la mesa los consiguientes treinta o cuarenta minutos...

Anécdotas aparte, creo que si este documental algo nos enseña es que para alcanzar la excelencia en una profesión y a los niveles que ha alcanzado Ferrán Adriá, no sólo hay que ponerle talento, que en este caso es indiscutido y que además es algo innato; no basta con ponerle ilusión, pasión y un tremendo amor a las cosas bien hechas; sino que también, y a mi juicio es la moraleja de esta historia, hay que ponerle una cantidad ímproba de horas de trabajo y un deseo fijo e inquebrantable de superación.

Toda una lección de vida, más significativa aún para los tiempos que corren.


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